El sol del valle de Lluta caía con lentitud sobre los campos sembrados, tiñendo de oro las hojas verdes que se mecían con la brisa. En medio de ese paisaje, Camila y Rodrigo trabajaban con entusiasmo en la antigua casa que habían heredado de un tío lejano. Era su primer proyecto juntos como pareja: transformar aquella vivienda de adobe y madera, silenciosa y olvidada, en su hogar soñado.
Durante días quitaron polvo, reemplazaron vigas, pintaron muros. Cada rincón parecía guardar secretos de una vida que ya no existía. La casa crujía al atardecer, como si respirara recuerdos.
Una tarde, mientras retiraban un viejo estante empotrado en el muro norte del comedor, Camila sintió un golpe hueco. Rodrigo se acercó, curioso. Golpeó suavemente la pared con el puño. Era evidente: detrás del adobe había algo más. —¿Será una cámara? —preguntó ella, con una mezcla de emoción y nervios. – Vamos a ver…
Con cuidado, comenzaron a retirar el revestimiento con una espátula. Poco a poco, apareció una pequeña puerta de madera, sellada con clavos oxidados y casi oculta por el muro. Rodrigo consiguió abrirla, revelando una cavidad oscura y angosta, apenas del tamaño de un armario.
En su interior, encontraron una caja de hierro, cubierta por una manta gruesa y seca. Al abrirla, se encontraron con documentos antiguos, un diario, y varias fotografías en sepia: rostros serios, miradas fijas. En una de las fotos, para su asombro, apareció el rostro de una mujer joven idéntica a Camila.
—¿Qué…? —balbuceó ella, llevándose una mano al pecho.
El diario estaba firmado por «Isabel V.», y narraba una historia desconcertante. En él hablaba de un amor prohibido con un trabajador del ferrocarril, de encuentros secretos bajo la luna, de una traición, y de cómo se había visto obligada a esconder su historia y a su hijo, temiendo la represalia de su familia.
Pero lo más impactante estaba al final: Isabel decía que un día, alguien «volvería a la casa, atraído por el mismo amor que una vez fue negado», y que cuando eso ocurriera, la historia debería ser contada.
Camila no podía apartar los ojos del rostro de la mujer en la fotografía.
—¿Crees que sea una coincidencia? —preguntó Rodrigo.
—No lo sé… pero siento que estamos aquí por algo más que azar.
…Camila a veces sentía una presencia cálida, como si alguien la mirara desde las paredes, agradecida.
Una noche, mientras el viento soplaba entre los árboles del valle, Camila creyó escuchar una voz suave que le susurraba su nombre… y por un segundo, la joven de la foto pareció sonreír desde el marco del tiempo.
Desde entonces, cada decisión que tomaban sobre la casa era como un eco del pasado. El misterio de Isabel se volvió parte de su historia. Y en las noches quietas del valle, Camila a veces sentía una presencia cálida, como si alguien la mirara desde las paredes, agradecida.
(Cuento Creado por Arica Hoy y la IA (Inteligencia Artificial)